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13. Mayo 2021 | Una respuesta al “Foro I” del Camino Sinodal Católico Alemán

Una carta abierta a los obispos católicos del mundo |



«El que tenga consigo mi palabra, que hable mi palabra fielmente» (Jr 23, 28)

«Porque uno solo es vuestro Director: el Cristo» (Mt 23, 10)

A mis hermanos en el episcopado y muy especialmente a los obispos de Alemania, saludos en Cristo Jesús.

I. La autoridad del Señor Jesucristo

El evangelio de san Mateo relata que, al concluir Jesús el Sermón de la Montaña, «la gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7, 28-29; cf. Mc 1, 22; Lc 4, 32). Los discípulos de Jesús llegarían a reconocer que su inusitada autoridad (exousia) provenía de su identidad como «el Mesías, el Hijo del Dios Vivo» (Mt 16, 16). Él no hablaba por su cuenta sino como el Hijo único enviado por el Padre Eterno (Jn 7, 16-18; 8, 28; 12, 49; 14, 10). Como Jesús mismo dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).

La autoridad filial de Jesús fue manifestada gloriosamente por su Resurrección, tras la cual confirió solemnemente una participación en dicha autoridad a los Once, enviándolos a proclamar su enseñanza: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20).

En los días previos a Pentecostés, mientras que los discípulos esperaban al Espíritu Santo, Matías fue elegido para reemplazar a Judas en el colegio de los Doce (Hch 1, 8.21-26). Este hecho subraya el significado de aquellos que el Señor había elegido para sentarse «sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 30). Este hecho muestra, además, que esa autoridad que los Apóstoles recibieron de Cristo podía ser transmitida.

También Pablo habla de su propia autoridad apostólica en términos claros. Él ha recibido esta autoridad directamente de Dios (Ga 1, 1), como los representantes de los Doce reconocen (Ga 2, 9), y él elogia a los creyentes de Tesalónica porque «al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios» (1 Ts 2, 13). Como los Apóstoles de Jerusalén, Pablo considera esta autoridad como algo comunicable. Según los Hechos de los Apóstoles, al concluir el viaje misionero de Pablo, él y Bernabé «designaron presbíteros  [presbyterous] en cada Iglesia» (Hch 14, 23). Más tarde, camino de Jerusalén, Pablo advierte a los ancianos de la Iglesia de Éfeso (tous presbyterous tēs ekklēsias, Hch 20, 17) contra la «tergiversación de la verdad» para ganar adeptos (Hch 20, 30). Les recuerda que «la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes [episkopous]» y pastores, no es suya, sino «la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28). Es evidente que son portadores de una verdadera autoridad de la que tendrán que rendir cuentas (Hch 20, 26-27).

Con todo, la autoridad de los Apóstoles y de sus sucesores no es suya propia. Es una participación en la autoridad del Señor Jesús, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6). Todo sucesor de los Apóstoles debe resistir la tentación de imitar a los profetas insensatos que, siguiendo su propio espíritu, promovieron sus propias opiniones e ideas en tiempos de Ezequiel (cf. Ez 13, 3). Asimismo, todo sucesor de los Apóstoles debe rechazar la tentación de imitar a los profetas y sacerdotes del tiempo de Jeremías, que acomodaban su enseñanza a las preferencias del pueblo (Jr 5, 30-31). Cristo Jesús es «el Testigo fiel» (Ap 1, 5), y ser portador de su autoridad es rendir fiel testimonio de la «fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Judas 3). Puesto que el discípulo no es más que el Maestro (Mt 10, 24), todo maestro de la fe católica ––sobre todo los obispos–– debe ser capaz de decir con nuestro Maestro: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16).

Consciente de la responsabilidad sagrada que tengo de dar testimonio de Aquel que me envió, escribo esta carta por amor a Cristo Jesús y a la Iglesia Universal que es la Esposa de Cristo. Os escribo esta carta a vosotros, de la misma manera que obispos de generaciones anteriores en la historia de la Iglesia escribieron a sus hermanos obispos con ocasión de discusiones teológicas importantes. La mayoría de nosotros, fuera de Alemania, somos conscientes por los medios de comunicación del Camino Sinodal Católico Alemán y de la franqueza de algunos obispos que piden cambios radicales en la enseñanza y en la práctica de la Iglesia. Algunos quizá han visto también el “Texto Fundamental” emanado del “Foro I” del Camino Sinodal. Os ofrezco esta respuesta para vuestra oración y reflexión, y para animar a otros obispos a dar testimonio con valentía de la verdad del Evangelio y de Jesucristo, que es «el camino, la verdad, y la vida» (Jn 14, 6).

II. “Foro I” del Camino Sinodal Católico Alemán

El Camino Sinodal Católico Alemán propone acometer cuatro “foros”, de manera que cada uno considere un tema específico de interés para la Iglesia en Alemania. El “Foro I” trata la cuestión «el poder y la separación de poderes en la Iglesia» a través de un extenso y detallado “Texto Fundamental” (Grundtext)[1]. Es de justicia reconocer que los miembros de la Asamblea Sinodal han identificado varios temas de auténtica y apremiante preocupación.

Primeramente, la Asamblea Sinodal expresa debidamente su aflicción por los escándalos de los abusos sexuales por parte del clero, así como por su encubrimiento por algunos miembros de la jerarquía. El “Texto Fundamental” afirma correctamente que estos escándalos han hecho entrar en una auténtica crisis la credibilidad de la Iglesia. Esto es, sin duda, una preocupación urgente que todos los pastores deben compartir. Los pastores del rebaño de Cristo deben rendir cuentas por los crímenes legales, la vileza moral y la corrupción espiritual de estas atrocidades; asimismo, deben afrontar la pecaminosa autorreferencialidad que, tan a menudo, ha conducido a ellos. Ante todo, nosotros, presbíteros y obispos, debemos reconocer, confrontar y arrepentirnos de la escandalosa falta de amor a Cristo y a los fieles en estas acciones. Son demasiados los presbíteros y los obispos que han hecho caso omiso de la tajante advertencia de Cristo: «Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que carta han sido adaptadas de la versión inglesa. creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18, 6). Son demasiados los que han escuchado los susurros del diablo más que la voz de Cristo Jesús.

Si bien las consecuencias financieras de los mencionados escándalos para la Iglesia han sido graves, esto no debe ser la primera motivación para reformarse. En la medida en que son justas, estas consecuencias no deben ser lamentadas, sino recibidas de las manos del Dios justo. En cambio, nuestra mayor preocupación debe ser recuperar la confianza de aquellos que Cristo ha encomendado a la Iglesia. Debemos comprometernos a ofrecer cuidado pastoral a los heridos y, a menudo, devastados por las malas acciones del clero en la Iglesia, también a ofrecer Misas en reparación por los pecados del clero y del laicado, a hacer actos públicos de contrición sincera y penitencia, y a una genuina transparencia. Si la Iglesia es reticente a decir la verdad con prudencia y valentía sobre los asuntos que incomodan a sus propios líderes, ¿por qué el mundo debería confiar en que la Iglesia diga la verdad sobre las cuestiones que incomodan al mundo ––esto es, haciendo resonar la invitación del Señor, «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15)? ¡Como pastores, debemos ser los primeros en «arrepentirnos y en creer»!

La Asamblea Sinodal también identifica apropiadamente ciertas áreas en las que la implementación del Concilio Vaticano II debe seguir avanzando. La articulación del Concilio sobre el papel de los fieles laicos en la Iglesia debe ser puesta en práctica más plenamente. Asimismo, evitando el historicismo racionalista y el fideísmo acrítico, la Iglesia ha de continuar profundizando su interpretación tanto de la Escritura como de la Tradición en cuanto portadoras de las palabras de Dios en un lenguaje humano. Aun más, debemos continuar persiguiendo la concepción del Concilio de un diálogo robusto y responsable con los entornos seculares y pluralistas en los que los mismos miembros de la Iglesia se encuentran. Este diálogo debe fundarse siempre en la caridad y en la verdad, porque solo Cristo Jesús, que es la verdad, nos hará libres (Jn 8, 31-32).

Algunas de las recomendaciones específicas de la Asamblea son más proclives a ganarse titulares que otras. La Asamblea señala de pasada que muchos de los que dejan la Iglesia están descontentos con la enseñanza católica sobre las relaciones homosexuales y sobre el matrimonio después del divorcio (Grundtext, pp. 7–8). Aunque algunos miembros de la jerarquía alemana ya han saltado a los titulares pidiendo abiertamente cambios en la práctica (y, por tanto, implícitamente en la doctrina) ––peticiones que la Santa Sede rechazó explícitamente en la Responsum de la Congregación para la doctrina de la fe de 22 de Febrero de 2021, publicado el 15 de Marzo de 2021––; estos asuntos están reservados principalmente para el Foro II del Camino Sinodal.

Responder detalladamente al Camino Sinodal sobre estas cuestiones sería inapropiado hasta que los resultados del Foro II se publiquen. Entretanto, yo afirmo mi compromiso, especialmente durante este año de Amoris laetitia,  de acompañar tanto a aquellos que han sufrido el trauma de la ruptura de las relaciones familiares (cf. Papa Francisco, Amoris laetitia §243), como a aquellas «personas con tendencias homosexuales», para que «puedan contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida» (Amoris laetitia §250). La Iglesia tiene la obligación sagrada de proclamar el amor de Dios por cada ser humano, un amor tan grande que envió a su Hijo a salvar el mundo (cf. Jn 3, 16-17; Rm 5, 8). La verdad salvífica del Evangelio, tal y como la Iglesia la preserva y enseña en toda su integridad (cf. Dei Verbum §§7.9), es verdaderamente de alcance universal.

El Texto Fundamental del Foro I pide reevaluar críticamente la determinación de San Juan Pablo II de que «la Iglesia no tiene derecho a ordenar mujeres para el sacerdocio», cuya validez debería ser probada por pretendidas «nuevas comprensiones» del pasado cuarto de siglo que cuestionan la «coherencia de su argumentación» (Grundtext, p. 35). La consideración más detallada de esta cuestión está programada para el Foro IV, pero sus fundamentos eclesiológicos están establecidos en el Grundtext del Foro I.

No es posible ni deseable responder línea por línea a todo el documento, pero es preciso algo más que una reacción superficial a los titulares. Dichos encabezados no son más que síntomas de problemas más profundos del Texto Fundamental y de la postura teológica del Camino Sinodal que el documento expresa. La Asamblea Sinodal, de hecho, propone revisar radicalmente la misma estructura de la Iglesia y el entendimiento de su propia misión.

En cierta manera, las propuestas del Texto Fundamental se fundan en una visión parcial y tendenciosa del origen y la naturaleza del ministerio ordenado que se opone a la comprensión definitiva de la Iglesia sobre su propia institución por Cristo. De manera más profunda, el Camino Sinodal, aunque se presenta como anclado en el Concilio Vaticano II, interpreta sus documentos de manera selectiva y confusa para proponer visiones insostenibles acerca de la naturaleza de la Iglesia (Lumen gentium), de su relación con el mundo (Gaudium et spes), y de su fundación en la divina revelación (Dei Verbum); visiones imposibles de conjugar con una lectura íntegra del Concilio. El resultado es una comprensión de la Iglesia en peligro de abandonar al Único que tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

III. El sacramento del Orden y la estructura de la Iglesia

Para justificar el deseo del Camino Sinodal de democratizar el gobierno de la Iglesia y albergar la posibilidad de admitir mujeres al sacerdocio, la distinción esencial entre el sacerdocio de los bautizados y el sacerdocio ministerial ––claramente afirmada en Lumen gentium §10–– es simplemente cuestionada. El Texto Fundamental afirma:

El sacerdocio ministerial especial (ordo) es necesario para el bien del sacerdocio común de todos porque expresa que la Iglesia no puede proclamar la Palabra de Dios y celebrar los sacramentos por su propio poder, sino que Cristo Jesús, en el poder del Espíritu Santo, hace de la Iglesia el instrumento de la voluntad salvífica universal de Dios (Grundtext, p. 23).

Esta declaración bien acogida, recuerda el comentario de San Juan Pablo II sobre cómo la capacidad exclusiva de los sacerdotes para celebrar la eucaristía clarifica el carácter de la eucaristía como «un don que supera radicalmente el poder de la asamblea» (Ecclesia de Eucharistia §29; énfasis en el texto original).

Sin embargo, el Texto Fundamental no acierta a unir claramente este «sacerdocio ministerial especial» con el sacramento del Orden, querido e instituido por Jesucristo mismo. Este yerro parece claramente intencional. En un pasaje revelador, el Texto Fundamental expone los orígenes del ministerio ordenado de la siguiente manera: El oficio eclesiástico de gobierno se desarrolla en el Nuevo Testamento de manera que, sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 2, 20-21), los “evangelistas”, los “pastores” y los “maestros” (Ef 4, 11) sirven para el crecimiento del Cuerpo de Cristo. En las cartas pastorales, cristaliza el nombre de “obispo” (episkopos, 1 Tm 3, 1-7), que trabaja con los diáconos (1 Tm 3, 8-13) y que está asociado con los presbíteros (Tt 1, 5-9), aunque como resultado de una grave oposición contra las mujeres. Sobre estos comienzos se desarrolló el concepto, que es claro en Ignacio de Antioquía, de que un obispo preside una Iglesia local, aunque por un largo tiempo otras formas de gobierno, v. gr. una orden de presbíteros, influenció los comienzos formativos de la Iglesia. En estos procesos de institucionalización, el acercamiento descrito por Pablo permanece formativo: a saber, que es el único Espíritu de Dios quien derrama muchos dones, algunos de los cuales se convierten en oficios permanentes de gobierno, sin ser diferenciables en un “más” o “menos” en la gracia. (Grundtext, pp. 19–20)

El acercamiento adoptado aquí parece calculado para menoscabar el carácter definitivo y permanente del sacramento del Orden. «Los procesos de institucionalización» son explícitamente distinguidos de la acción del Espíritu derramando sus dones. Estos «procesos» y la estructura jerárquica que producen están, uno debe deducir, tan condicionados históricamente como para tenerlos por meramente provisionales. Podrían haber sido, o incluso deberían haber sido, drásticamente diferentes. De hecho, el Texto Fundamental insinúa que, desde el principio (dentro del canon mismo de las Escrituras), fueron contaminados, cuando no deslegitimados, por una sigilosa misoginia (« […] aunque como resultado de una grave oposición a las mujeres»).

Cualquier estudioso del Nuevo Testamento o de los primeros siglos de la historia del cristianismo sabe que los datos relevantes para los «procesos de institucionalización» son complejos. No obstante, precisamente esta complejidad hace de facto que la universalidad del oficio episcopal sea todavía más sorprendente. El distinguido historiador Robert Louis Wilken escribe sobre el primer milenio del cristianismo:

En cualquier parte donde el cristianismo era aceptado, surgía una estructura que, a través de la persona del obispo, proveía de continuidad con el pasado cristiano y unidad espiritual con los cristianos de otras partes del mundo. Ignacio [de Antioquía] fue profético en los comienzos del siglo segundo cuando escribió que donde está el obispo está la Iglesia [cf. Carta a los de Esmirna 8.1–2]. No hay evidencia de comunidades cristianas duraderas sin el oficio del obispo. Incluso en tierras lejanas, cuando un rey aceptaba la fe, una de las primeras acciones era enviar obispos de regiones más asentadas[2].

En efecto, los datos iniciales relativos al episcopado son complicados, pero también lo son los datos sobre un cierto número de cuestiones teológicas que fueron resueltas solo después de un prolongado desarrollo y debate, incluyendo temas tan centrales como el canon de las Escrituras, la doctrina de la Trinidad y la doctrina de la Encarnación. Como clarifican las controversias trinitarias y cristológicas de la antigüedad tardía, estas no son, en manera alguna, cuestiones simples. De hecho, basados solo en criterios racionales, estudiosos inteligentes y bien formados de las fuentes históricas podrían llegar a diferentes conclusiones razonables sobre la fuerza de los argumentos patrísticos exegéticos y teológicos para las decisiones conciliares. Con todo, la Iglesia siempre ha confiado con gratitud en que, habiéndole sido confiados los preciosos misterios de la salvación, esta puede contar con la guía del Espíritu Santo, que el Señor Jesús prometió y que, por gracia, «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).

Esta confianza también se extiende al convencimiento repetido consistentemente por la Iglesia de que los obispos son los sucesores de los Apóstoles, convicción vigorosamente reafirmada por el Concilio Vaticano II (ver especialmente Lumen gentium, cap. 3; Dei Verbum, cap. 2). Lumen gentium difícilmente podría haber sido más contundente reafirmando la doctrina de la sucesión episcopal directa de los Apóstoles y de la institución divina de la misma:

Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro; príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores [los obispos de Roma], así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10, 16) (Lumen gentium §20; énfasis añadido).

En contraste sorprendente con Lumen gentium, la doctrina de la sucesión episcopal directa de los Apóstoles es completamente omitida en el Texto Fundamental. Además del reconocimiento, de pasada, sobre el ejercicio que el Papa hace del «ministerio petrino» (Grundtext, p. 40) y una mención a la enseñanza de Jesús sobre la verdadera grandeza a sus discípulos (Grundtext, p. 26), se busca en vano cualquier referencia a los Doce en el Texto Fundamental. (De hecho, el documento despliega una asombrosa pobreza de referencias a los Evangelios, que son de acuerdo con Dei Verbum §18 «el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador»).

En realidad, el Texto Fundamental parece evitar la discusión sobre la «enseñanza del Verbo Encarnado» hablando únicamente de «enseñanza de la Iglesia». La idea de que la Iglesia ha recibido del mismo Jesús enseñanzas específicas que ha de preservar ––lo que el Vaticano II denomina como “depósito de la fe” (Dei Verbum §10) o “depósito de la revelación” (Lumen gentium §25)–– no se encuentra por ningún sitio.

No obstante el reconocimiento de la necesidad de una hermenéutica intelectualmente responsable, el Concilio Vaticano II es insistente en su convencimiento sobre la veracidad histórica de los relatos evangélicos acerca de la enseñanza de Jesús:

La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo (Hch 1, 1). Los Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del Señor, predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban (Jn 2, 22; 12, 16; cf. 14, 26; 16, 12-13; 7, 39), amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad (Dei Verbum §19; énfasis añadido).

Esta confianza en los relatos evangélicos de la enseñanza de Cristo sirve de base para el acercamiento del Concilio Vaticano II a la explicación del ministerio ordenado en la Iglesia.

La ausencia de referencias a la relación de Jesús con los Doce en el Texto Fundamental está en contraste drástico con el contenido de los documentos del Concilio Vaticano II. Por ejemplo, en Lumen gentium, la dirección de la Iglesia por los obispos está enraizada en la actividad de Jesús en los Evangelios:

Esta es la única Iglesia de Cristo […] que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28, 18ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3, 15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él […] (Lumen gentium8). Haciéndose eco de la doctrina conciliar, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma, asimismo, el papel central de los Doce en la fundación de la estructura básica de la Iglesia llevada a cabo por Jesús:

El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf. Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19,

28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (§765).

De una manera similar, El Papa Francisco ha explicado:

Profesar que la Iglesia es apostólica significa subrayar el vínculo constitutivo que ella tiene con los Apóstoles, con aquel pequeño grupo de doce hombres que Jesús un día llamó a sí, les llamó por su nombre, para que permanecieran con Él y para enviarles a predicar (cf. Mc 3, 13-19) (Audiencia General, 16 de Octubre de 2013; énfasis añadido).

En la misma homilía, el Santo Padre fundamenta la autoridad episcopal en la conexión de los obispos con los Doce: «Cuando pensemos en los sucesores de los Apóstoles, los Obispos, incluido el Papa, porque también él es Obispo, debemos preguntarnos si este sucesor de los Apóstoles en primer lugar reza y después si anuncia el Evangelio» (Ibid.; énfasis añadido).

Recientemente, en 2016, la Congregación para la doctrina de la fe, con la aprobación del Santo Padre, publicó la carta Iuvenescit Ecclesia, que clarifica la relación entre los dones jerárquicos y los dones carismáticos. Apoyándose especialmente en la enseñanza de Lumen gentium, la carta afirma:

En orden a la santificación de cada miembro del Pueblo de Dios y a la misión de la Iglesia en el mundo, entre diferentes dones, «resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos»[Lumen gentium §7]. Jesucristo mismo ha querido que hubieran dones jerárquicos para garantizar la contemporaneidad de su única mediación salvífica: «los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Hch 1, 8; 2,4; Jn 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6- 7)»[Lumen gentium §21]. Por lo tanto, la dispensación de los dones jerárquicos se remonta a la plenitud del sacramento del Orden, dada por la Ordenación episcopal (Iuvenescit Ecclesia §14).

Aquí vemos un modelo para una interpretación profundamente católica de la «cristalización» del oficio del obispo en la cartas pastorales. No se trata de una configuración institucional meramente provisional de un carisma previo del Espíritu; sino que, en su estructura sacramental esencial, es una articulación de cómo los munera de enseñar, santificar y gobernar conferidos a los Apóstoles por el mismo Jesús han de ser comunicados. De esta manera, Iuvenescit Ecclesia nos recuerda que, en Lumen gentium, el Concilio Vaticano II fundamenta la constitución jerárquica de la Iglesia directamente en la intención manifiesta de Cristo Jesús y del Espíritu Santo mismos. Por tanto, está fuera de la competencia de la Iglesia, en Alemania o en cualquier lugar, alterar fundamentalmente eso.

Con gran tristeza, tenemos que reconocer que el poder clerical puede ser y ha sido abusado en ciertas ocasiones con consecuencias devastadoras (ver Grundtext, pp. 25–27). El origen divino de este poder hace aun mayor el horror de su abuso. Pero una auténtica reforma católica siempre debe buscar inspiración, sobre todo, en el Salvador del mundo, que instituyó la estructura jerárquica de la Iglesia con sabiduría y amor. Debemos crecer en humildad, reconociendo que todo lo bueno que tenemos procede de Dios (ver St 1, 17). Nuestros corazones y nuestras mentes deben ser formadas por Cristo Jesús, porque separados de Él nada podemos hacer (Jn 15, 5).

Es, por tanto, desafortunado que el Texto Fundamental dé por hecho que la mejor o la única reforma posible del ejercicio del poder es diluirlo en un sistema de controles y contrapesos (system of checks and balances). Merece la pena iluminar los presupuestos de ese sistema. El clero y los laicos, ¿son miembros del único Cuerpo de Cristo que busca el mismo bien común de la salvación eterna o son grupos con intereses separados que deben perseguir sus propias agendas compitiendo entre sí?¿Es el poder siempre una cuestión de buscarse a uno mismo o puede ser purificado por la gracia de Dios en Cristo? Más que formular una clara llamada a la santidad, como propone el Concilio Vaticano II (Lumen gentium 5) y como reafirma el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, el documento apela a modelos mundanos no formados por Cristo ni guiados por el Espíritu Santo.

El Texto Fundamental se refiere brevemente (Grundtext, p. 26) a la enseñanza explícita de Jesús a los Doce sobre cómo ellos están llamados a ejercer la autoridad que Él les confiere como líderes de su Iglesia (Mt 20, 24-28; Mc 10, 41-45; Lc 22, 24-27). Los discípulos están llamados a atar y desatar con autoridad divina (Mt 18, 18), y a sentarse «sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22, 30). Pero su autoridad es para servir y a tal efecto debería ser ejercida ––este punto es enfatizado por el Vaticano II y repetido en el magisterio pontificio posterior (v. gr. San Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, §§21-23). Jesús mismo es el modelo: «Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 13-15).

El ejemplo de Jesús culmina en la crucifixión, en la que da «su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). La cruz es, entonces, el criterio del poder y la autoridad cristiana. Los ejemplos abundan en la Iglesia primitiva. Uno piensa en San Pedro, cuya exhortación a sus queridos “ancianos” en su primera carta (cap. 5) está basada en su insistencia sobre compartir los sufrimientos de Cristo (ver 1 P 2, 21; 4, 1-2.12-16). Cuando San Pablo reflexiona sobre su apostolado, lo hace precisamente como quien lleva en su cuerpo siempre el morir de Jesús (ver 2 Co 4, 10). Poco después del tiempo del Nuevo Testamento, San Ignacio de Antioquía demostrará la estrecha relación entre el episcopado y la unión con Cristo a través del martirio.

Nada de esto significa que los fieles laicos no puedan o no deban ayudar al clero en el gobierno de la Iglesia. Pero la reforma en la Iglesia nunca puede ser llevada a cabo simplemente compartiendo un poder que permanece –así pareciera– orientado al propio interés e insuficientemente fundamentado en el don de Jesús y su expresa voluntad. La Asamblea Sinodal niega correctamente que los dones jerárquicos deban ser distinguidos en términos de mero rango (marcados como “más” o “menos” en la gracia). Aun así, sigue siendo verdad, como enseña el Concilio Vaticano II y como el magisterio pontificio ha reafirmado, que existe una configuración jerárquica entre los dones, precisamente por el bien del todo. El Papa Francisco apremia diciendo que «el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral» (Evangelii gaudium §32). El «más grande» debe ser el servidor de todos. El hecho de que no todos los sucesores de Pedro hayan sido ejemplares como servus servorum Dei no invalida este título, que bellamente capta la verdad del oficio papal y, de hecho, de todo el ministerio ordenado. El poder cristiano debe ser crucificado, una y otra vez, a través del arrepentimiento y el humilde servicio a los fieles. Debe ser conformado con el don de sí por amor de Cristo, en el cual nosotros buscamos «cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Flp 2, 4), aspirando juntos a una sola meta: «el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Flp 3, 14). En la purificación  de las estructuras  de autoridad  eclesiales, no hay alternativa a la penitencia y a la búsqueda sincera de la santidad.

IV. La Iglesia como sociedad y sacramento

«[L]a santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hb 12, 14) es la estrella polar de la peregrinación del pueblo de Dios sobre la tierra. Sobre esa peregrinación, la Escritura nos dice que el poder divino del Señor «nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad» (2 P 1, 3). La Iglesia peregrina puede caminar con seguridad hacia su patria celestial en virtud de su gratuita provisión. El Texto Fundamental interpreta que la comprensión del Concilio Vaticano II de la Iglesia en la tierra como ecclesia peregrinans (Iglesia peregrina) es un rechazo de la descripción tradicional de la Iglesia como societas perfecta sobre la base de que esta última es «una imagen estática, autónoma y autosuficiente» que es «incompatible con el reconocimiento de que la Iglesia es una Iglesia que aprende» (Grundtext, p. 13). Sin embargo, esto es confundir el significado de societas perfecta. Una «sociedad completa» (societas perfecta), en la comprensión tradicional, es una sociedad que posee todos los medios necesarios para alcanzar su fin propio. La meta de la Iglesia peregrina es la vida eterna, y el Nuevo Testamento nos asegura que Cristo ha equipado completamente a los santos para alcanzarla (cf. Ef 4, 12). A pesar de que sea fácil evitar algunos aspectos del posible malentendido de la terminología societas perfecta, debería reconocerse que el Concilio Vaticano II reafirma claramente lo esencial de la expresión: Cristo Jesús «adquirió [a su Iglesia] con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social (Lumen gentium §9; énfasis añadido). Estos «medios» son integrales:

«La Iglesia Católica pose[e] toda la verdad revelada por Dios, y todos los medios de la gracia» (Unitatis redintegratio §4; énfasis añadido). Ciertamente, los cristianos, incluyendo los pastores de la Iglesia, a menudo, «no la viven consecuentemente con todo el fervor» (Ibid.) que debieran, algunas veces gravemente. Con todo, los fallos de los miembros de la Iglesia no pueden autorizar la suposición de que los dones de la Cabeza de la Iglesia son deficientes. Por el contrario, nuestros fallos, que dolorosamente nos recuerdan que la Iglesia es «al mismo tiempo santa y necesitada de purificación» (Lumen gentium §8), deberían conducirnos al arrepentimiento y a un retorno más profundo a la «verdad divinamente revelada» y a los «medios de la gracia», que el Espíritu de Cristo ha preservado en la Iglesia para que pueda ser «en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium §1).

El Texto Fundamental pretende considerar a la Iglesia como un «sacramento» (Grundtext, pp. 16–18). Sin embargo, interpreta el carácter quasi-sacramental de la Iglesia como «signo e instrumento» en términos claramente antropocéntricos. «Un signo (signum) debe ser entendido y, para tal fin, debe ser hablado en el lenguaje de sus recipientes. Si no es entendido, no es un signo significativo, sino tan solo letra muerta» (Grundtext, p. 17). Obviamente, todos los miembros de la Iglesia, incluidos sus pastores, deben tratar de comunicar el mensaje salvífico de Cristo de manera que comience por un terreno común y que sea, por tanto, inteligible. Pero esto solo es el comienzo. En última instancia, todos somos confrontados con la alteridad del Dios transcendente, cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos y cuyos caminos no son nuestros caminos (cf. Is 55, 8). Se trata del Dios que nos ha hablado y nos ha invitado, a través de la renovación de nuestras mentes (cf. Rm 12, 2), a ejercitarnos bien in dominico eloquio ––en la manera de hablar del Señor (cf. San Agustín, Confesiones, 9.5.13).

De manera similar, el Texto Fundamental sostiene que «aquello que ha de ser útil como herramienta (instrumentum) debe ser fácil de captar y eficiente, diseñado para su efectividad y capaz de ser usado sin causar daño» (Grundtext, p. 17). Sin embargo, esta es una mala interpretación del modo tradicional de hablar de la instrumentalidad sacramental. Los Sacramentos no son ––y mucho menos la Iglesia–– nuestros “instrumentos”. Son instrumentos de Dios, porque solo Él es la causa eficiente principal de todas las gracias mediadas por la Iglesia y los Sacramentos. La Iglesia de Cristo es utilizada por Él «como instrumento de la redención universal» (Lumen gentium §9). Como Lumen gentium §1 enseña, y el Texto Fundamental reconoce (Grundtext, p. 16), la «redención» que la Iglesia significa y media, en tanto que signo e instrumento de Dios, consiste en una «muy íntima unión con Dios y la unidad de toda la raza humana». La Historia contiene sombríos testimonios de las dificultades de realizar la unidad humana en un mundo herido por el pecado original (ver Gaudium et spes §§77-78). La paz y la armonía de unos con otros para la que fuimos creados están ahora disponibles solo, como Lumen gentium §1 insiste, «en Cristo», es decir, a través del Misterio Pascual del Hijo de Dios. La unidad humana se encuentra en la «íntima comunión con Dios», un puro don de la gracia que excede los límites naturales de la humanidad. Como el Papa Francisco nos ha recordado, « [l]a Iglesia nace del deseo de Dios de llamar a todos los hombres a la comunión con Él, a su amistad, es más, a participar  como sus hijos en su propia vida divina» (Audiencia General, 29 de Mayo de

2013; énfasis añadido). Toda persona bautizada se convierte en una «nueva creación» llena del Espíritu Santo, que grita, “Abba, Padre” (2 Co 5, 17; Ga 4, 6). El carácter sacramental de la Iglesia como signum et instrumentum, por tanto, sobrepasa las categorías meramente sociológicas.

V. La Iglesia y el mundo

En la Sagrada Escritura, el término «mundo» posee más de un significado, algunas veces incluso dentro del mismo libro de la Biblia. En el evangelio de San Juan, «el mundo» puede referirse a la creación como tal (Jn 1, 10), que permanece como objeto del incomparable amor de Dios y como recipiente de la vida divina a través de Cristo (v. gr. Jn 3, 16-17; 6, 33.51); pero también puede referirse a la humanidad precisamente en su condición caída, que se ha apartado de Dios por el pecado (v. gr. Jn 7, 7; 14, 17; 15, 19). Ambos significados de «mundo» son reconocidos en Gaudium et spes, la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno del Concilio Vaticano II. Las más de las veces, Gaudium et spes usa «mundo» para referirse simplemente a «la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador» (§2). No obstante, el Concilio reconoce inmediatamente que este mismo mundo ha sido «esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (Ibid.; énfasis añadido). Más tarde, leemos que el Concilio «no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: “No queráis vivir conforme a este mundo” (Rm 12, 2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres» (Gaudium et spes §37). Es en este sentido, también, que la Epístola de Santiago usa el término: «¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?» (St 4, 4).

La tensión entre estos dos sentidos de «mundo» está operativa a todos los niveles de la existencia humana. Gaudium et spes señala que, como resultado del pecado, «[t]oda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (§13). Como resultado, la Iglesia debe permanecer consciente de que su mensaje de arrepentimiento y salvación no será apreciado por todos. Debemos estar preparados para ser incomprendidos, para ser objeto de burla, para ser vilipendiados. Nuestro Señor nos advierte: «¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas» (Lc 6, 26). En esto seguimos los pasos de Nuestro Señor: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!» (Mt 10, 24-25; cf. Jn 15, 18).

Al mismo tiempo, la Iglesia debe obedecer a su Rey que nos enseña a amar a nuestros enemigos y a rezar por aquellos que nos persiguen (Mt 5, 44). La lucha de la «Iglesia militante» es una batalla por cada ser humano por quien el Salvador ha derramado su sangre. Es la batalla por recibir y por entregar el amor que Dios ha revelado en Cristo: «Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 11). En caridad, la Iglesia «lucha», no contra oponentes humanos, sino contra las mentiras del maligno, contra el pecado para el que él nos tienta, y contra las divisiones que él siembra (cf. 2 Co 10, 3-5; Ef 6, 10-17; 1 P 2, 11).

A través de los siglos, encontramos una rica tradición de diálogo con el mundo y de inculturación eclesial. Dicha tradición está vigorosamente articulada y desarrollada en el Vaticano II y en el magisterio pontificio reciente. Nos anima a preservar este entendimiento dinámico del «mundo» y de la relación de la Iglesia con él. Hemos de estar atentos a los «signos de los tiempos» y escuchar de manera comprensiva las muchas voces que nos hablan desde fuera de la comunión de la Iglesia. Al mismo tiempo, debemos permanecer confiados en nuestra convicción de que Cristo crucificado y resucitado es la única fuente de salvación. Él es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (Gaudium et spes §10). La Iglesia debe aceptar humildemente y responder penitentemente a los criticismos del mundo cuando no vive de acuerdo con su propia enseñanza, como en el caso del escándalo de los abusos sexuales. Con todo, también debe estar preparada para soportar el odio del mundo por su fidelidad a la Palabra de Dios. No debe conformarse al mundo sino servir como levadura en él (Gaudium et spes §40). Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Somos enviados al mundo consagrados en la verdad por Jesús (Jn 15, 18-19; 17, 15-19).

¿Se encuentra este tenso dinamismo en el Texto Fundamental de la Asamblea Sinodal? Una lectura atenta del Texto Fundamental en su totalidad hace difícil evitar la conclusión de que la Asamblea Sinodal espera lograr una Iglesia que, lejos de estar preparada para sufrir el odio del mundo por su fidelidad a Cristo, esté preeminentemente condicionada por el mundo y sea aceptada cómodamente como una institución respetable entre otras. La Iglesia, en la visión de la Asamblea, parece estar igualmente comprometida con ambas, «las demandas del Evangelio y los estándares de una sociedad abierta y pluralista en un estado constitucional democrático» (Grundtext, p. 2). Por un lado, «las demandas del Evangelio» nunca son especificadas con precisión alguna. Por otro, el Texto Fundamental reclama que la Iglesia y su mensaje sea medido por los «estándares» del saeculum, el mundo moderno, cuya «iluminada y pluralista sociedad» (Grundtext, p. 9) el documento abraza con puro entusiasmo.

Es cierto que el Texto dice que «la inculturación no es un camino de una sola dirección», que «la Iglesia siempre tiene una misión crítica-profética para con sus compañeros sociales», que «los signos de los tiempos han de ser interpretados a la luz del Evangelio», y que «la aceptación acrítica de los estándares contemporáneos sería tan unilateral como su rechazo sistemático» (Grundtext, pp. 2–3, 11). Aun así, pese a estas admisiones, el Texto Fundamental no muestra virtualmente apreciación alguna sobre cómo las exigencias específicas del Evangelio, en tanto que proclamado por la Iglesia en fe y caridad, puede y de hecho apunta a la aguda oposición que el Nuevo Testamento pone consistentemente entre el espíritu del mundo y la fidelidad a Cristo Jesús. Más aun, el texto ignora el costo del discipulado tal y como Cristo lo expone en el Evangelio.

VI. La Iglesia y la Palabra de Dios

Cuando Jesús reza a su Padre por los Apóstoles, Él conecta el rechazo que ellos encontrarán con el mensaje que Él les ha encomendado: «Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17, 14). Para que los seguidores de Cristo pudieran tener firme confianza en la «palabra» que el Padre les ha encomendado a través de Cristo, el Espíritu Santo la ha preservado fielmente en la Iglesia.

«Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones» (Dei Verbum §7; énfasis añadido). Ese depósito es entregado en la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura, que «constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia» (Dei Verbum §10). Ese depósito es interpretado fiel y  definitivamente por el Magisterio: «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo» (Ibid.).

La Asamblea Sinodal, por el contrario, reinterpreta el papel del Magisterio de la Iglesia como una moderación de diálogo (Grundtext, pp. 13–14). Esta posición sobre la autoridad en la enseñanza, incluso en la del Santo Padre, fue ilustrada por la reacción de su Excelencia el Obispo Bätzing a la respuesta de la Congregación para la doctrina de la fe a un dubium acerca de la posibilidad de bendecir uniones del mismo sexo. Comentó que el Camino Sinodal está tratando «de discutir el tema de las relaciones exitosas de una manera integral que también tenga en cuenta la necesidad y los límites del desarrollo doctrinal de la Iglesia.  Los puntos de vista que la Congregación para la doctrina de la fe propuso hoy deben ser y serán, por supuesto, admitidos en estas conversaciones»[3]. Así, la decisión de la CDF ––que es una expresión del magisterio pontificio ordinario (cf. Donum veritatis §18)–– solo añade «puntos de vista» que serán tenidos en cuenta por la Asamblea. Para ser claros, el Papa y los obispos pueden, deben y, de hecho, escuchan las voces de los fieles y consultan con fieles expertos en campos relevantes. Sin embargo, al final, solo los obispos, en comunión con el Papa, tienen la responsabilidad de enseñar con autoridad, «dotados de la autoridad de Cristo» (Lumen gentium §25). Esto no significa en manera alguna que las visiones personales y las opiniones de los obispos deban imperar. Eso sería una manera mundana de mirar la cuestión. Más bien, no incumbe a los obispos enseñar sus propias visiones y opiniones. Como San Pablo, ellos deben enseñar solo lo que ellos mismos han recibido (cf. 1 Co 15, 3). Como el Señor, deben ser capaces de decir: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn7, 16).

Con todo, la interpretación que el Texto Fundamental hace del munus docendi (el oficio de enseñar) corresponde con su todavía más inquietante adhesión a un relativismo doctrinal explícito y radical:

Incluso para ésta [la teología], no hay una perspectiva central, no hay una verdad de evaluación religiosa, moral y política del mundo [Weltbewährung], ni un modo de pensar que pueda reivindicar una autoridad final. Incluso en la Iglesia, visiones legítimas y maneras diferentes de vivir pueden concurrir incluso en convicciones fundamentales. Sí, pueden incluso reivindicar a la misma vez su verdad, su corrección, inteligibilidad y honestidad  teológicamente justificadas, y todavía ser contradictorias entre sí en sus afirmaciones o en su lenguaje (Grundtext, p. 14; énfasis añadido).

Esta afirmación sorprender por su ininteligibilidad. Es difícil saber como comentarla, porque un rechazo tal del principio de no contradicción es en sí mismo una reductio ad absurdum. Pese a las afirmaciones de boquilla sobre la autoridad de la Escritura y la Tradición (Grundtext, pp. 11–12), es evidente que el acercamiento hermenéutico de la Asamblea

Sinodal es suficientemente dúctil para dejar vacío de sentido cualquier contenido verdadero decisivo. La Divina Revelación es así sometida al cautiverio de una interminable proteica hermenéutica del “diálogo” (ver Grundtext, p. 37), que debería ser contrastada con un auténtico entendimiento del diálogo articulado por el Vaticano II y desarrollado por los Papas posteriores al Concilio (ver especialmente San Pablo VI, Ecclesiam Suam, cap. 3). Todavía, a pesar de la absolutización del proceso implicado por cuenta del «diálogo», la Asamblea se cree no solo competente, sino incluso ligada por el deber, para tomar decisiones para la Iglesia (Grundtext, p. 31), excediendo el discurso bloqueante (Diskursblockaden) de aquellos que puedan oponerse a sus juicios (Grundtext, p. 15).

Al final, la Asamblea Sinodal nos deja preguntándonos: ¿Ha hablado Dios a su pueblo o no? La tradición dogmática de la Iglesia Católica, expresada de manera tan penetrante por el Concilio Vaticano II, no deja lugar a dudas. Dios ha hablado de veras a su pueblo. Su discurso ha alcanzado su culmen en la encarnación de su eterna Palabra, «Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total del Dios sumo» (Dei Verbum §7). Esta revelación ha sido fidedignamente entregada en la Escritura y la Tradición en su total integridad (ver Dei Verbum §§7.9). Dios ha provisto esta preservación fidedigna del Evangelio para proteger la coherencia de su revelación salvífica. El Papa Francisco explica: «Dado que la fe es una sola, debe ser confesada en toda su pureza e integridad. Precisamente porque todos los artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos, aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un daño a la totalidad» (Lumen fidei §48).

Como se ha discutido por extenso, el Concilio Vaticano II nos pide inequívocamente sostener que esta comunicación de la divina revelación está garantizada por la sucesión de obispos desde los Apóstoles, al frente de los cuales el Señor Jesús puso «al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión» (Lumen gentium §18). Por consiguiente, lejos de haber «ninguna perspectiva central» sobre la fe cristiana, la enseñanza del Sucesor de Pedro debe ser aceptada con «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento» por todos los fieles (Lumen gentium §25). Es difícil encontrar una pizca de dicho obsequio en el Texto Fundamental.

Lejos de ver el magisterio pontificio como una fuente de «discurso bloqueante», la Iglesia lo reconoce como un don precioso del Esposo de la Iglesia, en cuyo nombre el Santo Padre habla como su Vicario. En palabras del Papa Francisco: «El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a “confirmar a sus hermanos” en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre» (Lumen fidei §7). El magisterio pontificio, como tal, no es el «tesoro más preciado»; más bien, el tesoro es la Palabra de Dios transmitida en la Escritura y la Tradición. Esta fiel transmisión es el propósito del magisterio pontificio, pero la Asamblea Sinodal cuestiona si la Iglesia (incluyendo el magisterio pontificio a través de los siglos) ha tenido éxito de hecho en la preservación fiel y en la enseñanza de la Palabra de Dios.

VII. Cristo crucificado, nuestro primer amor

Justo después de su elección, en su homilía a los cardenales electores en la capilla Sixtina (14 de marzo de 2013), el Papa Francisco dijo: Podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor.

Este Evangelio prosigue con una situación especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Te sigo, pero no hablemos de cruz. Esto no tiene nada que ver. Te sigo de otra manera, sin la cruz. Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor.

Quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará.

Hermanos míos, para terminar, ofrezco esta carta y estas cuestiones para nuestra oración y reflexión. ¿Queremos hablar de la Cruz?¿Tenemos el valor de caminar en el camino de la Cruz, soportando el odio del mundo por el mensaje del Evangelio?¿Atenderemos la llamada del Señor Jesús al arrepentimiento y tendremos la valentía de proclamarla en un mundo incrédulo?¿Estamos «no avergonzados del evangelio» (Rm 1, 16) y su oferta de liberación del pecado gracias a la muerte y resurrección de Cristo, o su oferta de una íntima relación con su Padre en el amor de su Espíritu Santo?¿Permaneceremos unidos a la viña, Cristo Jesús, y daremos fruto, o nos secaremos (Jn 15, 5-6)?

¿Hemos, como la iglesia en Éfeso a quien Jesús resucitado se dirige, abandonado el primer amor (cf. Ap 2, 4) ? Si es así, atendamos la exhortación y advertencia del Señor de los reyes de la tierra: «Date cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. Si no, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes» (Ap 2, 5; cf. 1, 5). Hermano mío, recordemos a Cristo crucificado. Recordemos nuestro primer amor.

En el amor de Cristo Jesús,

+Samuel J. Aquila

Arzobispo de Denver

13 de Mayo de 2021

La Ascensión del Señor

 

______________________

[1] El Grundtext ha sido publicado online en https://www.synodalerweg.de/fileadmin/Synodalerweg/Dokumente_ Reden_Beitraege/Online-Konferenz-

210104-2-Synodalforum-I-Grundtext-1.pdf (consultado el 18 de Marzo de 2021). Las traducciones en esta carta han sido adaptadas de la versión inglesa.

[2] Robert Louis Wilken, The First Thousand Years: A Global History of Christianity (New Haven, CT: Yale

University Press, 2012), 356–57; énfasis añadido.

[3] “Der Synodale Weg, den die Deutschen Bischofskonferenz mit dem Zentralkomitee der deutschen Katholiken auf den Weg gebracht hat, ist deshalb bestrebt, gerade das Thema gelingender Beziehungen in einer umfassenden Wiese zu diskutieren, die auch die Notwendigkeit und die Grenzen kirchlicher Lehrentwicklung bedenkt. Die von der Glaubenskongregation heute vorgebrachten Geschichtspunkte müssen und werden selbstverständlich in diese Gespräche Eingang finden.” Fuente: https://www.dbk.de/presse/aktuelles/meldung/bischof-baetzing-zur-heutigen-veroeffentlichung-der- kongregation-fuer-die-glaubenslehre (consultada el 15 de Marzo de 2021).


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